Bien, ya vale de entretenerse con las mamarrachadas de un político municipal o de sus lacayos. El título de esta entrada no tiene nada que ver con el munícipe de las dos entradas mías anteriores. Ahora sigo con mi homenaje particular a Agustín García Calvo, asunto mucho más placentero. En esta ocasión, volviendo a la lírica, ahora de modalidad más bien asnal, con la introducción al libro A la muerte de un burro, animal que debe —así en tiempo presente porque me resisto a usar el pasado— de representar como una especie de tótem para Agustín y no, como se verá, una mascota al uso. Dicha introducción —con número 0— precede a las once endechas que cantan al burro muerto. Le siguen las endechas nums. 1 y 11.
«y viva con el mío tu recuerdo»
0
Quiero cantar la muerte de un burro. A ver, y ¿qué pasa?:
¿qué es ese frunce de cejas, o compasivo meneo
del coco, o risillas ahí por detrás? Quiero hacer que resuene
"Lo han matado", y que estas ardientes lágrimas pocas
se hagan tinta de imprenta, hasta, si es preciso, de rollo
de ordenador, por si puede una vez servir para algo
tanta informática ganga de Dios, y que suene a millones
"Era bueno, y por eso me lo han matado. No era
mío, ni suyo tampoco, y por eso era bueno, y por eso
ha tenido la Realidad que matármelo". ¿A alguien
le amosca o mosquea oír esto? Acaso usted me confunde
con esas mamás o maridos de su gatita o perrazo,
que los someten al Régimen del Dinero y les compran
potitos en lata; o quizá quiera aún recordarme que ésos
resultan ser los más propios para estofar, si les mandan,
judíos en horno o dejar que les pasen por la pantalla
rosario de críos secándose de hambre al pie de las rutas
turísticas de África. Bueno pues mire: si a estas alturas
no distingue usted el amor que le venden de algo
que quede de amor sin nombre ni ley latiendo por bajo
de la Realidad, pues váyase usted con Dios y a lo suyo,
y observe cómo me vibra el dedo medio por entre
el índice y anular. Yo canto un burro y la muerte
en él y por él, y a la vez que me nubla el alma esta sombra
de burro que me ha dejado detrás, a la vez una ira
me hace clamar que no ha muerto, que lo han matado, y
[que ha sido
quien mata el amor. Y el que no pueda oír, que se compre
[su gusto
de literatura y se tape con el papel las orejas.
1
Tus orejas largas peludas
cuántas veces habré sobado,
según te traía unas gruesas
cáscaras de melón acaso,
que tú las ronchabas goloso
con aquel ruido fresco y franco
de tus dientes y tus quijadas,
que me sonaba al más preclaro
silabeo de poesía
que jamás hubiera sonado;
con que a la par, agradecido,
te espantaba de los párpados
las moscas, por puro juego,
porque tú no hacías ni caso
de las moscas que por gozarte
se arracimaban al reclamo
de tus zumos y tus sudores,
y fieles que te eran tanto
que seguro que sin ellas
ni sabrías que era verano;
y entonces la mano alzaba
a tu testuz (tan grande y alto
que eras tú, que para alcanzarla
tenía que estirar el brazo),
y rascaba entre las orejas
enhiestas, y quizá al paso
una de ellas te la doblaba
para adelante, con cuidado
de que no te me incomodaras
(con lo poco que de arrumacos
y de mimos eras amigo,
y aun arisco de cuando en cuando),
mientras te susurraba algunos
despropósitos articulados;
que yo no sé si tú oías
con tus largas orejas algo,
ni puedo yo oír los sones
que tú oyeras ni adivinarlos;
pero es que se me había hecho
tan cierto, al correr los años,
que la sola virtud del mundo
es oír y que, si algún sabio
se quisiera alabar, tan sólo
OYÓ pondría en su epitafio,
que por eso tal vez había
tomado tal cariño, asno,
a tus largas orejas grises,
al respingo empingorotado
de sus ternillas, a los pelos
enroscándose entrecanos
por dentro, y por de fuera al roce
de los breves pelillos ásperos;
y no me cansaba, burro,
si me dejabas, rato y rato
de palpártelas y halagártelas,
por más que sabía, claro,
que me iba a poner los dedos
inudridos del negro rastro
de tus sudores y del polvo
con el sudor apegotado
y que luego, por miramientos,
tendría que ir a los lavabos
y a jabón y grifo tendría
que lavarme de tí las manos.
Y ahora me las miro, y nada
en el cuenco veo ni palpo
de tus orejas ni tu lomo
ni tus ijares ni tu rabo
ni tu masa, ni un pelufillo
entre las uñas olvidado;
y me las huelo, y no me queda
nada de tu olor ni resabios
de tus sudores y tus mugres,
de tu aroma bravío y manso,
ni nada más que esta sombra
de burro muerto entre las manos.
11
Al burro muerto, la cebada al rabo.
Así dice la gente; y se diría
que, quien sea, lo dijo, al fin y al cabo,
por ti, burro, por ti, para que un día
pudiera quien leyera mi diserto
sermón y quejumbrosa letanía
volverlo en contra mía y, no sin cierto
retintín, por hallar escapatoria
de la razón, decirme "Al burro muerto..."
Y también es verdad: toda la gloria
con que mis versos puedan coronarte
no hará un asno carnal de tu memoria,
no hará latir tu corazón el arte
de los números varios de mi juego,
ni podrá la razón resucitarte:
cebada al rabo todo. Pero ¿y luego?:
se creerán que yo, en cambio, de esta hecha
sí que meto caudal para el talego,
que nombre y fama me dará tu endecha,
hasta el Gran Premio Interastral, si cabe,
y que en vida tu muerte me aprovecha.
Quien se eche tales cuentas ¡qué mal sabe
las leyes del mercado de los ruidos!:
que no puede pasarme nada grave,
porque se premia lo que a los oídos
de nadie va a hacer mal, ni nada bueno,
y tan sólo se venden los vendidos.
No hay miedo, pues, de que me quede lleno
con tu falta, borrico, o que me pague
el mundo por cantarte a ti este treno.
Claro que puede que, cuando se apague
la barahunda al fin del noticiero
cultural, haya alguno que naufrague
en estos versos y, al sentir el fiero
rejo en el corazón, tal vez murmure
"Pero esto es algo: algo verdadero",
y entonces ya mi fama cunda y dure,
nos comente en sus cátedras la Alma
Mater y algún congreso que inaugure
para estudiarnos, asno, en cuerpo y alma.
Sólo que no estaré; ni, cuando al cabo
vengan a hacerme entrega de la palma,
manos tendré, ni sentiré que el nabo
se me endereza oyendo su alabanza;
o sea que —ya ves— cebada al rabo.
Y ni eso:¡si era todo chanza!
No me mires con esos ojos, burro:
¡como si yo tuviera ni esperanza
ni fe en el tiempo! Yo jamás me aburro,
lo cual prueba que ya ni sé a qué suena
lo de 'mañana'; siento que me escurro
a un mar sin fin, y al par en su serena
hondura yo, yo mismo, me diluyo;
así que ya tú ves, en esta vena,
qué puedo yo saber de cuál ni cúyo
va a ser el mundo que a mi muerte siga
y que mío no sea ya ni tuyo:
no creo en que haya un mundo que prosiga
sin mí, pero, por no creer, ni creo
que no haya nada. Así que no se diga
que, por desdén del póstumo trofeo,
también al vago limbo a ti te arrastro
y te devano con mi devaneo.
cuando siento tan vivo aquí este rastro
de tu piel y sudor y tal me brilla
tu ojo de azabache como el astro
de la tarde al morir; y, si me humilla
tu muerte, no me roba, no, la alhaja
de haber gozado de tu maravilla.
Pues ya ves: te he bordado la mortaja;
y, mientras yo por el sinfín me pierdo,
ten esta embuesta de dorada paja,
y viva con el mío tu recuerdo.
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